lunes, 1 de agosto de 2016

EL MUNDO DE LOS "CROTOS"

Fragmento del prólogo de libro "Bepo, vida secreta de un linyera", de Hugo Nario

 Durante las primeras décadas del Siglo XX los trenes de carga de la Argentina solían llevar en sus vagones a decenas, centenares de pasajeros furtivos. En los años de crisis llegaban a ser miles, decenas de miles. Solía vérselos también a orillas de las vías junto a pequeños fuegos en los que hervía, dentro de recipientes negros de tizne, el agua o la comida. Parecían transitar un mundo de silencio, era evidente su hambre, tangible su frío y manifiesta su soledad.
 
 En las ciudades se les temía y se asustaba a los niños invocándolos. Si faltaban aves de corral o ropas del cordel, sobre ellos recaía la sospecha. A veces, policías a caballo los arreaban como a ganado por las calles del pueblo rumbo a la Comisaría. Luego, los empujaban nuevamente a subir a los cargueros y continuar su errabundia.
 
 Asomaban entonces sus cabezas por sobre el borde de los vagones, como prisioneros de una cárcel ambulatoria, espectadores en tránsito de un mundo del que procedían, pero que ahora les era ajeno y los rechazaba. Se sabía de muchos de ellos que, finalizado el verano, convergirían hacia las zonas maiceras del país, para juntar a mano el cereal.
Que luego bajarían hacia el sur, buscando chalares tardíos. Que otros remontarían hacia el Chaco o el Tucumán, hacia Cuyo o hacia el Valle del Río Negro. Que muchos, en fin, concluido el tiempo de recolección, retornarían a sus pequeños poblados rurales donde les aguardaban familias y penurias.
  A principios de siglo, en cambio, casi todos habían venido de Europa y como tras de la cosecha regresaban, se les llamó golondrinas. Habían traído un atadito de ropa al que nombraban la linghera. Luego, a ellos mismos comenzó a llamárselos así. Se cree que un gobernador de Buenos Aires, José Camilo Crotto, dispuso que en la provincia viajaran gratuitamente en los trenes de carga y que por eso desde entonces se les decía también crotos.


Muchos jóvenes, especialmente del interior, salían a crotear nada más que por afán aventurero. Pero casi todos lo hacían en busca de oportunidades laborales de las que carecían en su pueblo. En tiempos de recesión económica, comerciantes y chacareros que se arruinaban y muchos obreros que quedaban sin trabajo, desesperados o desencantados, se automarginaban en la vía y los linyeras se multiplicaban.
Por último, se suponía que algunos de ellos no volverían a hogar alguno porque ya no lo tenían, sino a la vía, que por ella vagarían todo el año, toda la vida, hasta que -uno imaginaba- el frío o un accidente acabase con ellos.
Los que alguna vez estuvieron más cerca de sus vidas -ferroviarios, chacareros o policías- saben que tenían una jerga particular. Que llamaban tártago al mate, maranfio al guiso, mono al atadito de su ropa, bagayera a la bolsa en la que guardaban sus cacharros, y ranchada al sitio en que acampaban.
 
Como hacían del silencio un ejercicio, su vida era impenetrable, y ante la imposibilidad de conocer sus razones, se fantaseaba. Se hablaba de que entre ellos había intelectuales perseguidos, hombres a quienes un desdeño de amor arrojaba en busca del olvido. A veces les requisaban propaganda del ideal libertario. Otras descubrían entre ellos a delincuentes buscados por la autoridad: gente que debía muertes o prisiones. Sí, se fantaseaba. O no. Pero todas las actitudes que se les atribuían tenían una constante: la evasión.
 Su historia estuvo ligada a otra faz del desarraigo argentino: la de su agricultura chacarera, pilar de su casi bíblica prosperidad, desde principios de siglo y no obstante su cenicienta esencial, arruinada sin redención desde 1940.
Recorrían aquel desolado cuerpo de gigante en los trenes de carga; del maíz al frío, del frío al maíz, braceros en tiempos de cosecha, perseguidos por vagos y por crotos en los de la espera. Y nunca se supo mucho más de ellos; su silencio y la soledad se interpusieron.

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